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sábado, 5 de marzo de 2011

Me duele mi selva

En 1992 un misionero que había visitado los pueblos del río Tigre y del Corrientes, reportó que vio fallecer a un hombre que se hinchó el cuerpo entero a causa de cálculos renales. Eso era como una anécdota, de esas que cualquier persona no se olvida fácilmente.

El domingo pasado en un programa periodístico de la televisión nacional, se vieron los efectos causados por la explotación del llamado oro negro en el río Corrientes. Oro negro para los dueños de las transnacionales que usufructúan de este bien natural, desgracia para los pobladores que vivimos del agua de los ríos.

Desde cuando se descubrió el petróleo en Trompeteros del río Corrientes han pasado tres décadas y un poco más, casi una generación, de acuerdo al promedio de vida en la selva. La generación que va muriendo como aquel hombre de los cálculos renales y la generación que va creciendo como se ha visto en el reportaje, viene ingiriendo cadmio y plomo en los alimentos y el agua.

Dos elementos químicos que son altamente dañinos para la salud de las personas, los animales y las plantas, en los humanos afectan al hígado, a los riñones, al sistema visual y a la larga puede producir cáncer. Los peces que se nutren de lo que hay en el agua, sea con otros peces pequeños o vegetación acuática, también son afectados. Los árboles se secan porque están absorbiendo agua salada. Los ríos adquieren una capa negra y grasosa que vuelven insalubres a sus aguas.

Me duele mi selva como cuando me duele mi riñón a causa de los cálculos o piedras adheridos en las paredes de este órgano que purifica mi sangre de líquidos y elementos químicos que no sirven para mi cuerpo.

Me duele y no puedo quedarme callado, no podemos quedarnos pasivamente esperando que otros resuelvan nuestros problemas. Hay que levantar nuestra voz, ante el gobierno y ante el mundo entero. No valen las promesas, nadie vive de promesas.

La selva, nuestra selva, es el pulmón del mundo, al purificar el aire que respiramos. Y si el sistema ecológico se quiebra, vamos siendo afectados indefectiblemente.
El agua que bebemos, los peces y animales que comemos, están contaminados. Uno de los jefes de Plus Petrol de Lima, bien sentado y encorbatado, decía que ellos beben del agua del río corrientes después de purificarlo de los elementos pesados, es decir, de los elementos dañinos para la salud. Esto más que un insulto.

Porque ahí, al otro lado del río, a menos de cincuenta metros, en Trompeteros, la gente recoge agua para beberla y para cocinar directamente. Sin proceso alguno de purificación para se vuelva potable. Los hombres pescan en el río corrientes y sus afluentes peces contaminados. El organismo de los niños y de los adultos está contaminado en un 90%. Esto es más que estar condenados a pena de muerte, esto es morir diariamente conscientes o no.

Cómo esta compañía transnacional va resarcir los daños que está causando a nuestra selva porque no existen leyes que le obliguen a proteger la vida humana, mientras se enriquece día a día. Debemos unirnos. No olvidemos que el río Corrientes abastece de agua al Tigre, al Marañón y al Amazonas.

Aquí no se trata de alejar las inversiones extranjeras, se trata de proteger nuestra propia vida, nuestro futuro, nuestro presente como pobladores de la ribera.

La serpiente asustada

Como en otras ocasiones, don Leocho, después de vender la última cosecha de pijuayo, se compró seis pares de pilas, focos nuevos para la linterna de tres baterías y algunos cartuchos para la escopeta.

En llegando a casa se puso a preparar la flecha, la shicra, el impermeable, el remo, el machete, el pate y todo lo necesario para la pesca junto con la caza artesanal. Mientras tanto, Turisho, que estaba atento a los preparativos, se acercó al viejo y le dijo:
- ¿Papi, puedo acompañarte a la pesca?.
- Esta bien varón, -contestó el viejo pescador-, pero al regreso tu conduces el peque peque.
- Sí, claro, así aprendo a conducir de noche.

Cuando el sol dejó de brillar y doña Prishi hubo terminado de servir el té de la noche, acompañado de tacacho con chicarrón de vaca marina, padre e hijo se dispusieron a caminar rumbo al puerto, cada uno con la carga a cuestas. Toribio iba ensimismado en sus pensamientos, imaginando lo que otros le habían narrado. Por eso apenas hablaba.
En el puerto, el compadre Manuyama, generosamente guardaba el bote y el peque peque. En unos momentos, la canoa cruzada encima del bote y el resto del material preparado, estaban listos para el zarpe. Unos instantes más don Leocho empezó a silbar viejas canciones, en tanto que conducía el peque peque, rumbo a la quebrada Payorote.

Llegados al recodo más seguro de la quebrada, el bote y el motor fuera de borda, quedaron protegidos entre los árboles; la canoa que era el medio de transporte más adecuado para la pesca de esa noche, comenzó a navegar quebrada arriba, con don Leocho a la proa y Turisho en la popa. Había que remar silenciosamente para no ahuyentar a los peces de las orillas de la quebrada.

Primero fue un boquichico, después un acarahuazú, una liza, uno que otro sábalo, varias sardinas y fasacos, más tarde esos recién pescados, no cesaban de saltar en la pequeña embarcación. Don Leocho iba muy atento, la potente linterna lo llevaba adherida a la cabeza mediante un elástico lo suficientemente ancho para sostenerla, la flecha cruzada en su muslo derecho lista para el siguiente flechazo, el remo se movía rítmicamente entre sus manos a cada remada que daba. Poco a poco fueron entrando a la cabecera de la quebrada.

Transcurrieron un par de horas, ya habían emprendido en regreso, cuando empezó a soplar una fuerte brisa y de cuando en cuando un relámpago iluminaba los árboles. Esas fueron suficientes señales para darse prisa en buscar refugio en el bote, cuando ya estaban a unos cincuenta metros cerca del bote, la lluvia se desató con poderosas gotas, ventarrón incluido, entonces los segundos parecían una eternidad, cubiertos con el plástico, apenas hablaban lo necesario para lamentarse que la lluvia no pasaba.

En algún momento cuando Toribio tiritaba de frío, don Leocho, le ofreció un siricaipi.

- Fuma varón, - le dijo- eso te va a dar calor.
- ¿No es muy fuerte? –Preguntó tímidamente, pues era su primer cigarro a sus catorce años-.
- Prueba y verás, si no lo dejas, -contestó el viejo-.

Como no escampaba, se animaron a conversar sobre diversos temas; uno más interesante fue acerca del tiempo que les llevaría la próxima cosecha de arroz que habían sembrado a principios de julio. Cuantas personas necesitarían para hacerlo de modo que la creciente del río no les quite la mies. Los envases que les harían falta por cada hectárea cosechada. La cantidad de comida para alimentar a los obreros. El combustible requerido para el transporte, entre otros detalles.

Al rato la lluvia cesó, alguno que otro pájaro se atrevió a canturrear, tal vez agradecidos por la frescura traída por la lluvia.

Los pescadores decidieron salir una vez más. Lo mismo que la primera vez, entre sus instrumentos también estaba una escopeta y algunos cartuchos.

- Ahora tiene que salir a la orilla algún majás o una carachupa, -sentenció el viejo-.
- Ojalá, -comentó el hijo, hambriento de aventura-.
- Sí, los animales después de la lluvia salen de sus madrigueras a beber agua o a cazar para comer.

Dicho y hecho. En breves remadas unos ojos brillaban en la orilla, al lado izquierdo de la canoa. Un sigiloso silencio reinó por unos instantes entre los ahora también cazadores, en unos excitantes instantes un certero y seco disparo de escopeta rompió el silencio de la noche. Era una carachupa de buen tamaño que, para desgracia suya y alegría de los cazadores, había salido a beber un poco de agua en la orilla de la quebrada.
Todavía estaban comentando la feliz caza lograda, de pronto el paso de la quebrada se cortó abruptamente con el tronco de un inmenso árbol que atravesaba las dos orillas. La única manera de seguir adelante era pasando por debajo del árbol caído.

En eso estaban, don Leocho calculando que toda la canoa había pasado el tronco, giró rápidamente con la linterna encendida, miró al centro de la canoa y sin decir palabra se quitó la linterna de la cabeza y se lanzó al agua con el machete en ristre, pues, algo extraño vio caer dentro de la canoa al momento de pasar debajo del árbol.

- Lánzate al agua, hijito, lánzate! –empezó a gritar-.
- Ahí voy! –gritó Toribio, sin saber muy bien por qué hacía tal cosa-.

Buceó unos metros y cuando pudo sacar la cabeza a la superficie de la quebrada, quiso averiguar, qué había ocurrido:

- Una víbora! –balbuceó, el viejo-.
- ¿Dónde? –Inquirió, Turisho, aún más nervioso.
- En la canoa!

Con mucho cuidado, don Leocho, alcanzó a tomar entre sus manos nuevamente la linterna. Enfocó al centro de la canoa, y allí, una serpiente con poco más de medio metro de largo, buscaba por donde escapar. Era una serpiente asustada, quien sabe mucho más que los ahora nadadores.

Pasado el susto compartido, no quedaba otra cosa que emprender el regreso con la ropa mojada, ya no se podía proseguir ni la pesca ni la caza, mucho menos soportar el frío que la madrugada solía traer. Si no fuera por la serpiente todo hubiera estado más que regular, así que regresaron por donde vinieron, no sin antes recoger lo que habían pescado y cazado.