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domingo, 23 de junio de 2013

HUEVOS DE CARACHAMA El abuelo invitó a tres de sus nietos para ir a buscar palmeras de huacrapona, a fin de renovar el cerco de la huerta de la casa. Los nietos aceptaron gustosos, estaban hambrientos de nuevas aventuras. Muy pronto hicieron los preparativos. Pero había algo fundamental que no se había previsto. Era que no estaban llevando nada de comida para el camino y la estadía en medio de la selva virgen. Uno de ellos, le preguntó al hombre de cabellos blancos: Abuelito, pero no estamos llevando nada para comer. El abuelo respondió: Pero de qué te preocupas. Ya veremos que comemos. El abuelo nunca mentía. Pero dejó nacer en la mente de los jóvenes una intriga por saber que iban a comer. Una vez que partieron hicieron una parada en la chacra. Recogieron una buena porción de yucas y plátanos y retomaron el viaje. Una vez más uno de los muchachos preguntó: Pero, abuelo, eso de plátanos y yuca no va a ser suficiente para la comida. El viejo, esta vez calló en siete idiomas. Continuaron río arriba sin hacer más preguntas. Mientras tanto jugaban a cualquier cosa en el bote. Habiendo entrado en silencio de la selva con el bote, el abuelo indicó a uno de los muchachos que conducía el bote, parar unos instantes en un sitio solitario. De pronto el anciano sin pronunciar palabra alguna se preparó para nadar. Nadie dijo una palabra, cada uno imaginó lo que quiso. Uno de ellos estaba esperando a que el de muchos años invitara a nadar en medio de las aguas de aquella quebrada. Nada de eso sucedió. El respetable anciano sin decir palabra se zambulló en el agua. Fue una gran sorpresa cuando después de bucear en unas de sus manos traía una buena porción de pequeños huevos de color amarillo. Por supuesto que nadie se atrevió a comentar cosa alguna. Cada uno de los tres nietos observaban en silencio el extraño proceder del abuelo. De pronto tenían reunido en una olla suficiente huevos de pez para que coma una tropa de soldados. Eso no fue todo. La sorpresa venía en seguida. Unas cuantas buceadas más. Los huevos venían acompañadas de las mismísimas carachamas. Un pez diluviánico de color negro con ojos vivos y abundante cola. Terminados los comentarios y la gran sorpresa, cada uno se puso manos a la obra: había que cocinar el producto de la pesca. El estómago ya cantaba por dentro pidiendo de comer. Ellos preparan una sopa con los huevos y con las carachamas prepararon un delicioso chilicano. La carachama tiene una riquísima carne sin diminutos huesos como lo tienen muchos peces de los ríos de la selva peruana. Los huesos de la carachama son más bien grandes. La tristeza del principio se convirtió en abundante alegría. Cada uno agradeció a su modo al sabio anciano que acababa de impartir una valiosa lección. Estaban fortalecidos para culminar con el propósito del viaje. Cortaron varias palmeras. Después, las partieron en cortes de tal manera que quedaron listas para ir cercando la huerta.

sábado, 5 de marzo de 2011

Me duele mi selva

En 1992 un misionero que había visitado los pueblos del río Tigre y del Corrientes, reportó que vio fallecer a un hombre que se hinchó el cuerpo entero a causa de cálculos renales. Eso era como una anécdota, de esas que cualquier persona no se olvida fácilmente.

El domingo pasado en un programa periodístico de la televisión nacional, se vieron los efectos causados por la explotación del llamado oro negro en el río Corrientes. Oro negro para los dueños de las transnacionales que usufructúan de este bien natural, desgracia para los pobladores que vivimos del agua de los ríos.

Desde cuando se descubrió el petróleo en Trompeteros del río Corrientes han pasado tres décadas y un poco más, casi una generación, de acuerdo al promedio de vida en la selva. La generación que va muriendo como aquel hombre de los cálculos renales y la generación que va creciendo como se ha visto en el reportaje, viene ingiriendo cadmio y plomo en los alimentos y el agua.

Dos elementos químicos que son altamente dañinos para la salud de las personas, los animales y las plantas, en los humanos afectan al hígado, a los riñones, al sistema visual y a la larga puede producir cáncer. Los peces que se nutren de lo que hay en el agua, sea con otros peces pequeños o vegetación acuática, también son afectados. Los árboles se secan porque están absorbiendo agua salada. Los ríos adquieren una capa negra y grasosa que vuelven insalubres a sus aguas.

Me duele mi selva como cuando me duele mi riñón a causa de los cálculos o piedras adheridos en las paredes de este órgano que purifica mi sangre de líquidos y elementos químicos que no sirven para mi cuerpo.

Me duele y no puedo quedarme callado, no podemos quedarnos pasivamente esperando que otros resuelvan nuestros problemas. Hay que levantar nuestra voz, ante el gobierno y ante el mundo entero. No valen las promesas, nadie vive de promesas.

La selva, nuestra selva, es el pulmón del mundo, al purificar el aire que respiramos. Y si el sistema ecológico se quiebra, vamos siendo afectados indefectiblemente.
El agua que bebemos, los peces y animales que comemos, están contaminados. Uno de los jefes de Plus Petrol de Lima, bien sentado y encorbatado, decía que ellos beben del agua del río corrientes después de purificarlo de los elementos pesados, es decir, de los elementos dañinos para la salud. Esto más que un insulto.

Porque ahí, al otro lado del río, a menos de cincuenta metros, en Trompeteros, la gente recoge agua para beberla y para cocinar directamente. Sin proceso alguno de purificación para se vuelva potable. Los hombres pescan en el río corrientes y sus afluentes peces contaminados. El organismo de los niños y de los adultos está contaminado en un 90%. Esto es más que estar condenados a pena de muerte, esto es morir diariamente conscientes o no.

Cómo esta compañía transnacional va resarcir los daños que está causando a nuestra selva porque no existen leyes que le obliguen a proteger la vida humana, mientras se enriquece día a día. Debemos unirnos. No olvidemos que el río Corrientes abastece de agua al Tigre, al Marañón y al Amazonas.

Aquí no se trata de alejar las inversiones extranjeras, se trata de proteger nuestra propia vida, nuestro futuro, nuestro presente como pobladores de la ribera.

La serpiente asustada

Como en otras ocasiones, don Leocho, después de vender la última cosecha de pijuayo, se compró seis pares de pilas, focos nuevos para la linterna de tres baterías y algunos cartuchos para la escopeta.

En llegando a casa se puso a preparar la flecha, la shicra, el impermeable, el remo, el machete, el pate y todo lo necesario para la pesca junto con la caza artesanal. Mientras tanto, Turisho, que estaba atento a los preparativos, se acercó al viejo y le dijo:
- ¿Papi, puedo acompañarte a la pesca?.
- Esta bien varón, -contestó el viejo pescador-, pero al regreso tu conduces el peque peque.
- Sí, claro, así aprendo a conducir de noche.

Cuando el sol dejó de brillar y doña Prishi hubo terminado de servir el té de la noche, acompañado de tacacho con chicarrón de vaca marina, padre e hijo se dispusieron a caminar rumbo al puerto, cada uno con la carga a cuestas. Toribio iba ensimismado en sus pensamientos, imaginando lo que otros le habían narrado. Por eso apenas hablaba.
En el puerto, el compadre Manuyama, generosamente guardaba el bote y el peque peque. En unos momentos, la canoa cruzada encima del bote y el resto del material preparado, estaban listos para el zarpe. Unos instantes más don Leocho empezó a silbar viejas canciones, en tanto que conducía el peque peque, rumbo a la quebrada Payorote.

Llegados al recodo más seguro de la quebrada, el bote y el motor fuera de borda, quedaron protegidos entre los árboles; la canoa que era el medio de transporte más adecuado para la pesca de esa noche, comenzó a navegar quebrada arriba, con don Leocho a la proa y Turisho en la popa. Había que remar silenciosamente para no ahuyentar a los peces de las orillas de la quebrada.

Primero fue un boquichico, después un acarahuazú, una liza, uno que otro sábalo, varias sardinas y fasacos, más tarde esos recién pescados, no cesaban de saltar en la pequeña embarcación. Don Leocho iba muy atento, la potente linterna lo llevaba adherida a la cabeza mediante un elástico lo suficientemente ancho para sostenerla, la flecha cruzada en su muslo derecho lista para el siguiente flechazo, el remo se movía rítmicamente entre sus manos a cada remada que daba. Poco a poco fueron entrando a la cabecera de la quebrada.

Transcurrieron un par de horas, ya habían emprendido en regreso, cuando empezó a soplar una fuerte brisa y de cuando en cuando un relámpago iluminaba los árboles. Esas fueron suficientes señales para darse prisa en buscar refugio en el bote, cuando ya estaban a unos cincuenta metros cerca del bote, la lluvia se desató con poderosas gotas, ventarrón incluido, entonces los segundos parecían una eternidad, cubiertos con el plástico, apenas hablaban lo necesario para lamentarse que la lluvia no pasaba.

En algún momento cuando Toribio tiritaba de frío, don Leocho, le ofreció un siricaipi.

- Fuma varón, - le dijo- eso te va a dar calor.
- ¿No es muy fuerte? –Preguntó tímidamente, pues era su primer cigarro a sus catorce años-.
- Prueba y verás, si no lo dejas, -contestó el viejo-.

Como no escampaba, se animaron a conversar sobre diversos temas; uno más interesante fue acerca del tiempo que les llevaría la próxima cosecha de arroz que habían sembrado a principios de julio. Cuantas personas necesitarían para hacerlo de modo que la creciente del río no les quite la mies. Los envases que les harían falta por cada hectárea cosechada. La cantidad de comida para alimentar a los obreros. El combustible requerido para el transporte, entre otros detalles.

Al rato la lluvia cesó, alguno que otro pájaro se atrevió a canturrear, tal vez agradecidos por la frescura traída por la lluvia.

Los pescadores decidieron salir una vez más. Lo mismo que la primera vez, entre sus instrumentos también estaba una escopeta y algunos cartuchos.

- Ahora tiene que salir a la orilla algún majás o una carachupa, -sentenció el viejo-.
- Ojalá, -comentó el hijo, hambriento de aventura-.
- Sí, los animales después de la lluvia salen de sus madrigueras a beber agua o a cazar para comer.

Dicho y hecho. En breves remadas unos ojos brillaban en la orilla, al lado izquierdo de la canoa. Un sigiloso silencio reinó por unos instantes entre los ahora también cazadores, en unos excitantes instantes un certero y seco disparo de escopeta rompió el silencio de la noche. Era una carachupa de buen tamaño que, para desgracia suya y alegría de los cazadores, había salido a beber un poco de agua en la orilla de la quebrada.
Todavía estaban comentando la feliz caza lograda, de pronto el paso de la quebrada se cortó abruptamente con el tronco de un inmenso árbol que atravesaba las dos orillas. La única manera de seguir adelante era pasando por debajo del árbol caído.

En eso estaban, don Leocho calculando que toda la canoa había pasado el tronco, giró rápidamente con la linterna encendida, miró al centro de la canoa y sin decir palabra se quitó la linterna de la cabeza y se lanzó al agua con el machete en ristre, pues, algo extraño vio caer dentro de la canoa al momento de pasar debajo del árbol.

- Lánzate al agua, hijito, lánzate! –empezó a gritar-.
- Ahí voy! –gritó Toribio, sin saber muy bien por qué hacía tal cosa-.

Buceó unos metros y cuando pudo sacar la cabeza a la superficie de la quebrada, quiso averiguar, qué había ocurrido:

- Una víbora! –balbuceó, el viejo-.
- ¿Dónde? –Inquirió, Turisho, aún más nervioso.
- En la canoa!

Con mucho cuidado, don Leocho, alcanzó a tomar entre sus manos nuevamente la linterna. Enfocó al centro de la canoa, y allí, una serpiente con poco más de medio metro de largo, buscaba por donde escapar. Era una serpiente asustada, quien sabe mucho más que los ahora nadadores.

Pasado el susto compartido, no quedaba otra cosa que emprender el regreso con la ropa mojada, ya no se podía proseguir ni la pesca ni la caza, mucho menos soportar el frío que la madrugada solía traer. Si no fuera por la serpiente todo hubiera estado más que regular, así que regresaron por donde vinieron, no sin antes recoger lo que habían pescado y cazado.

viernes, 4 de febrero de 2011

SACHAMAMA

El campamento se instaló para iniciar una nueva extracción de la balata en medio de un bosque a todas luces virgen. Eran como 34 los peones, venían con la novedad que aquellas tierras tenían muchos árboles del prestigiado jebe.

Entusiasmados, iniciaron el roce del terreno, era necesario limpiar el camino por donde pasarían ellos mismos con los botes rebosantes de resina.

De pronto se encontraron con una especie de loma pequeña de unos dos o tres metros de altura, poblado igual al resto del terreno de árboles de toda especie, pequeños y grandes. Uno de ellos estaba cortando un arbusto, cuando súbitamente resbaló en medio de la hojarasca. Lo sorprende era que las botas que calzaba deslizaron como por un tobogán. Impulsado por la curiosidad, se levantó rápidamente y lo que vio era sorprendentemente extraño. Pasó la voz a uno de sus compañeros:

- Armando, mira eso –sus ojos estaban grandes y hablaba en voz baja para no alarmar a los demás que seguían con el trabajo, lo que veían era algo circular con combinaciones de negro, amarillo y marrón, todo brillante, algo resbaloso, mirarlo causaba estremecimiento-.

- Teobaldo, eso es un animal, -valientes ellos, en vez de echar a correr, o gritar de espanto, fueron pasando la voz a los demás trabajadores-.

La noticia corrió de boca en boca en contados instantes. Algunos de ellos se pusieron a recorrer al pie de la loma para averiguar hasta donde terminaba. Estaban pasmados. Entre sus instrumentos quince de ellos llevaban consigo sus escopetas. Una a una las fueron cargando de cartuchos. Ellos sabían si tardaban en actuar podían terminar devorados por aquello que aún no sabían con certeza de que se trataba. Pero era de imaginarse que era un ofidio. Lo que jamás imaginaron era el tamaño de aquella bestia delante de la cual se encontraban. Caminaban sigilosamente.

Javier y Julián llegaron primero a lo que parecía la cola del animal, grande fue la sorpresa de ellos cuando descubrieron en medio de los matorrales unos inmensos dientes semicubiertos por unos colosales labios, los ojos estaban cerrados. Es sabido que un ofidio después de comer pasa meses o años haciendo la digestión. Hicieron señas para que los demás se acercaran, algunos desistieron. Los que tenían escopetas les tomaron la delantera. Se pusieron de acuerdo que era prudente subirse a los árboles, mejor si eran lo suficientemente gruesos.

Sigilosamente los hombres armados tomaron posiciones entre las ramas de unos tres árboles de quinilla. La consigna era que dos tercios de ellos apuntasen a disparar sobre los ojos de la fiera. Solamente se comunicaban con gestos. El otro tercio debían dirigir sus cañones hacia la nariz. Ese descomunal ofidio podía hacerles presa en un abrir y cerrar de ojos. No debían perder la calma, menos la valentía.

Designaron a uno de los más fornidos peones para que diera la señal de ataque. Aquel levantó la mano derecha una, dos y tres veces. Mientras tanto el sudor corría por la frente de cada uno de ellos como si continuaran con el trabajo del macheteo. Cada vez que Miguel levantaba el brazo las fracciones de segundo parecían eternas. Pon fin la cuenta de tres llegó y se dejó escuchar el tronar de las armas. Los quince dispararon al unísono. En medio de la selva, el chirriar de los disparos era como si el infierno se hubiera cobrado su pedazo de geografía en la vida real. Los ojos y la nariz de la gran culebra saltaron en medio de chispas de sangre. Parecía que su letargo de digestión sería para siempre.

De pronto sobrevino una especie sismo que derribó la fila de árboles que habían crecido, quien sabe en un lustro de años de soporífera digestión sobre la bestia. Los hombres alcanzaron con las justas a agazaparse detrás de gruesas ramas, se sucedieron interminables segundos. Todavía con la respiración entrecortada, Miguel, gritó:

- ¡Una Sachamama, era una Sachamama!
- ¡Sí, una Sachamama!-gritaron los demás.

El trabajo se paralizó y regresaron al campamento, pero mientras caminaban se desató una feroz lluvia. Muchos comentaban que esa lluvia significaba que esa fiera era la madre de esos bosques. En el camino de regreso algunos se prometieron no regresar más a ese bosque. Cuando llegaron al campamento todos estaban empapados por la lluvia y el sudor, temblando de espanto. La serpiente que vieron dar estertores de muerte medía aproximadamente unos 40 metros o más de largo, por unos tres metros de diámetro. Aquella noche para poder conciliar el sueño la mayoría hubo de beber cañazo, algunos ni siquiera durmieron. que lo hicieron revivieron lo ocurrido en terribles pesadillas, despertaban gritando de terror.

sábado, 1 de enero de 2011

El Huambé

HUAMBÉ


La Maricucha se levantó temprano como cuando sabe que la jornada que le espera será larga. Realizó los quehaceres maternos, aseó la casa, preparó el desayuno, alistó su canasto con los aparejos necesarios para la jornada y se puso en camino cargándolo sobre sus espaldas, con la cabeza cubierta por un descolorido trapo para protegerse del sol, con el remo de mil amaneceres sobre el hombro.

Por el camino se juntó con Herlinda, Griselda, Angélica y Rosenda. Llegaron a la canoa, una vez acomodadas, partieron río arriba entre conversaciones acerca de sus avatares personales.

Griselda contaba:
- La chambira que saqué del fundo Victoria me alcanzó para una shicra de dos cuartas de ancho por dos y media de alto, mira que lo vendí a buen precio a unos turistas que llegaron buscando cosas típicas del pueblo, sin regateo alguno me dieron lo que pedí.
- La verdad, conviene que vengan turistas, ellos valoran lo que nosotras les ofrecemos, los de acá te buscan la rebaja sin contar que una sola shicra te lleva tres o más días de tejido – comentaba Angélica-.
- Si, pues -añadió Maricucha-.
- Disculpen que les cambie de conversación –dijo Herlinda- a mi Juanacho hace tres días le agarró una bronquitis que para que les cuento, le tumbó a la cama, su pecho silbaba que daba miedo.
- ¿Qué le diste comadre? –interrumpió Rosenda-.
- Le di de tomar en ayunas un tazón de llantén machacado y exprimido –contestó entusiasmada-, sudó como cuando duele el sol, tuve que cambiarle la ropa, durmió lo que no había hecho las últimas noches. Ya por la tarde se le veía nuevamente vivaracho con ganas de hacer las cosas en la casa. Hasta ha afilado mi machete, porque lo que es yo, hasta hoy no he aprendido a sacar filo ni siquiera a un cuchillo, él lo hace como si nada.
- No se que pensar – empezó a decir Rosenda-. Ando medio preocupada, pero también de alguna manera contenta, mi varón anda con la cabeza caliente con Estela; bonita la china, sus ojos brillan como la canela, es cariñosa como lo fue mi tía Techi que en paz descanse. Muy atenta, por sobre todo, la veo con buenas costumbres.
- Después que no digan que las suegras aborrecemos a las nueras, esa huambra de veras tiene algo especial. – comentó Angélica –, mientras lo mismo que las demás mujeres, remaba sin prisa ni pausa rumbo a una tierra de altura de la quebrada Gasparito,
- Mira que yo también estoy de acuerdo con lo que dice Angélica – acotó Griselda- esa chica además de buena moza, da la sensación que piensa bien las cosas.
- Me gusta también que Sinesio la respete, no me gustaría que les pase algo malo, que la gente envidiosa no se fije en ellos –concluyó Rosenda-.

Tan amena y prolongada era la conversa hasta el punto que Maricucha tuvo que advertir a sus amigas:

- Gilicho –su marido- me indicó que cerca a esta lupuna hay unos altos árboles donde hay varias matas de huambé.

En los alrededores canturreaban toda suerte de pajarillos como dándoles la bienvenida. Lo cierto es que los cánticos de los pájaros les hacían compañía desde hacia un buen rato, ellas no lo percibían por estar realmente entretenidas en la charla.
Saltaron de la canoa, la aseguraron al costado de una aleta. Maricucha preparó el masato. Emprendieron el camino por una pequeña cuesta cubierta de un variopinto bosque, entre agradables aromas y chillidos de las chicharras. Estas mujeres hacía muy poco ni se atrevían a salir solas de casa, pero gracias a las capacitaciones habían perdido ese temor infundado, ellas podían valerse por sí mismas.

- Este esta bien – dijo Angélica –.
- ¡Claro! –aprobaron todas a una voz –.
- Hay que limpiar la maleza –animó Rosenda-, tenemos que abrir suficiente espacio para poder jalar las sogas.
- A veces resultan muy duras desprenderlas de la mata –complementó Maricucha-.
- Haber si puede con nosotras –retó Griselda-.
- ¡A la una, a las dos y a lasss..... tres!... ¡Ya!!!! –Gritó el grupo!

Después de varios jalones, echaron las cuentas y convinieron que habían juntado fibra como para una treintena de canastas, canastillas, paneras y adornos varios. El día había avanzado hasta que el sol empezaba a descender entre los árboles. Ellas se sentaron en medio de las risas compartieron bebida, comida y anécdotas. Ahora quedaba lo más pesado, cargar con las lianas hasta la canoa, una carga bastante incómoda porque la soga del Huambé tienen unas púas. Sin embargo, la fuerza que les dieron los alimentos les valió de mucho. Ya de bajada, el río las conducía remando bien poco, verdadero alivio después del trabajo desplegado.

La Ashipa

LA ASHIPA


Cierto tubérculo silvestre –aseveraba el abuelo-, tiene unas raíces parecidas al camote; machacado, se convierte en un poderoso preparado para desaparecer la pereza y la sonsera en los que están creciendo. Tanta era su convicción que de los cuatro hermanos, un buen día, al segundo de ellos se le ocurrió desobedecer a Mamá en presencia suya. A este muchacho le va a caer muy bien la Ashipa, sentenció el viejo. Cuando Marcelo se había olvidado de la enésima desobediencia a sus padres, una madrugada de esas, la puerta sonó.
- Buenos días –se escuchó-, era la inconfundible voz del abuelo Santiago.
- Buenos días Papá –saludó Papá Nilson-.
- ¿Dónde están Marcelo y Jaime?
- Ahí están durmiendo.
- Me los traes, he preparado una purga para ellos dos –aquella madrugada era la del sábado-.
- Voy a llamarlos.

Mientras tanto el anciano, hacía sonar la olla batiendo una vez más lo que había preparado. Ellos todavía somnolientos, sin sospechar lo que les esperaba, saludaron al de los cabellos blancos con mucho cariño.

- Esto es para ustedes –comenzó a decirles-, van a ver que a las cinco de la mañana la cama les va a sobrar, se van a levantar a hacer sus cosas con más ganas y sin renegar con nadie –la voz del viviente de muchas lunas parecían como las de un oráculo-.
- ¿Qué gusto tiene? –se atrevió a inquirir Marcelo-.
- Tan rico como un chapo de Capirona.
- Entonces quiero dos tomas –sugirió Jaime-.
- Una es suficiente varón.
- ¡Ah! Ya, entonces, que venga ese chapo.
- A ver, cada uno lo va a tomar de un solo trago, sin darse espacio ni siquiera para respirar.
- Yo primero –gritó Jaime-.
- Los dos juntos, a ver quien termina primero -añadió Marcelo-.

El sabor era de lo peor, con un olor nauseabundo, nada que ver con el chapo de Capirona. Sin embargo, lo bebieron hasta la última gota, tampoco podían desairar al abuelo, podía enojarse. A los pocos minutos se pusieron a vomitar hasta vaciar todo lo que contenía el estómago, eran terribles los dolores que debieron soportar en la zona digestiva. Para más señas el de cabellos plateados les indicó que debían comer pescado asado sin sal y solamente acompañado de plátano también asado.

- Ahora vienen conmigo a la chacra, vamos a limpiar el yucal.
- Me siento débil –protestó Marcelo-.
- Te va a pasar, nadie ha muerto por trabajar.

Aquella jornada trabajaron como nunca, nunca se supo si por efecto de la toma, o por no defraudar al anciano. Lo único cierto es que no volvieron a desobedecer a sus padres delante del anciano, tampoco en otras circunstancias.

jueves, 28 de octubre de 2010

La tortuga aplastada

Corría el invierno selvático que no está asociado a nieve, ni a frío. Más bien se refiere a que los ríos suben de caudal y casi todo está inundado.
Los cazadores salieron como de costumbre a buscar alguna presa para capturarla y añadirla a la despensa familiar.
Pedro llevaba dos perros cazadores.
La selva estaba de llena del canturrear de las aves, por momentos se volvía silenciosa.
Prácticamente no había muchas esperanzas de poder cazar algo aquella mañana. En un momento pasaron por un puente improvisado, y los habitantes de aquel pantano percibieron la presencia de extraños y comenzaron a dar vueltas y saltos por uno y por otro lado, eran anguilas gigantes, nunca antes vistas.
Los cazadores que eran dos, siguieron su camino por caminos inhóspitos. Para no perderse el guía iba quebrando las ramas de los arbustos.
Los perros seguían con su trabajo, olisqueando por uno y otro lado. Nada hacia presagiar que alguna presa surgiría. De pronto, los ladridos cambiaron de tono, el cazador guía sabía que habían encontrado algo.
Sigilosamente los cazadores caminaron hasta donde estaban los perros. Aparentemente no había nada.
- Un armadillo, dijo Pedro.
- Sí, pero no hace la menor bulla, acotó Daniel.

Los perros, ahora, escarbaban debajo de un árbol caído. La sorpresa fue grande, era una pobre tortuga aplastada por aquel inmenso árbol no se sabe cuando.
Ayudado por un machete, Pedro, comenzó a cavar en torno a la tortuga. Por fin salió, pero, más grande fue la sorpresa cuando aquella tortuga tenía el lomo deformado.
- Algo es algo, dijo Daniel.
- Claro, sentenció Pedro.
La tortuga parecía sentirse liberada después de años. Sin embargo, otra era verdaderamente su suerte.