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jueves, 28 de octubre de 2010

La tortuga aplastada

Corría el invierno selvático que no está asociado a nieve, ni a frío. Más bien se refiere a que los ríos suben de caudal y casi todo está inundado.
Los cazadores salieron como de costumbre a buscar alguna presa para capturarla y añadirla a la despensa familiar.
Pedro llevaba dos perros cazadores.
La selva estaba de llena del canturrear de las aves, por momentos se volvía silenciosa.
Prácticamente no había muchas esperanzas de poder cazar algo aquella mañana. En un momento pasaron por un puente improvisado, y los habitantes de aquel pantano percibieron la presencia de extraños y comenzaron a dar vueltas y saltos por uno y por otro lado, eran anguilas gigantes, nunca antes vistas.
Los cazadores que eran dos, siguieron su camino por caminos inhóspitos. Para no perderse el guía iba quebrando las ramas de los arbustos.
Los perros seguían con su trabajo, olisqueando por uno y otro lado. Nada hacia presagiar que alguna presa surgiría. De pronto, los ladridos cambiaron de tono, el cazador guía sabía que habían encontrado algo.
Sigilosamente los cazadores caminaron hasta donde estaban los perros. Aparentemente no había nada.
- Un armadillo, dijo Pedro.
- Sí, pero no hace la menor bulla, acotó Daniel.

Los perros, ahora, escarbaban debajo de un árbol caído. La sorpresa fue grande, era una pobre tortuga aplastada por aquel inmenso árbol no se sabe cuando.
Ayudado por un machete, Pedro, comenzó a cavar en torno a la tortuga. Por fin salió, pero, más grande fue la sorpresa cuando aquella tortuga tenía el lomo deformado.
- Algo es algo, dijo Daniel.
- Claro, sentenció Pedro.
La tortuga parecía sentirse liberada después de años. Sin embargo, otra era verdaderamente su suerte.

viernes, 8 de octubre de 2010

Bufeo Colorado

PRIMERA SECUENCIA: El rapto

Cerca del caserío Pahuachiro en la muyuna del cañabraval. “Potocho”, el fisga con mayores posibilidades, estaba en su canoa anzueleando bujurquis debajo del árbol Huayo Negro. De pronto reventó un remolino en la orilla derecha de la cocha, desde donde emergió el temible bufeo colorado, roba gente; fue tan fuerte el remezón de las olas que la canoa del “Potocho” se viró en cuestión de segundos, nada pudieron hacer su remo y su vieja habilidad para sortear los ventarrones y mil muyunas en sus 19 mil días de pescador. Al poco rato el cañaveral quedó silencioso como antes, salvo el lejano canto de los pihuichos y de las chicharras, parecía no haber ocurrido absolutamente nada, en cambio el “Potocho” había desaparecido, junto con sus anzuelos, sus flechas, su canoa y su remo, el bufeo colorado lo había robado y conducido al fondo del gran río.

SEGUNDA SECUENCIA: La fallida ayuda de San Antonio

Era ya entrada la tarde y se iniciaba el reverbero de los lamparines en uno y otro tambo. Los familiares empezaron a preocuparse y a movilizarse, preguntándose qué había pasado con el querido “Potocho”. Preguntaron a los vecinos, nadie daba noticia alguna sobre él, solamente don Otuco le había visto anzueleando debajo del árbol Huayo Negro, pero eso era como hacia el mediodía. Agotadas las posibilidades de más noticias, fueron a la casa de doña Chabuca para prestarle su San Antonio; con San Antonio, una bandeja, vela y linternas en las manos, salieron a buscar a don “Potocho”. Eran como diecisiete canoas que, sin prisa ni pausa se acercaban a la muyuna. Mientras viajaban, cada quien imaginaba un posible desenlace de aquella búsqueda. En la canoa que llevaban al santo prepararon la bandeja, San Antonio fue colocado en el centro y la vela delante del santo, lo soltaron en uno de los lados de la muyuna, la bandeja con la vela encendida y el santo dentro, dieron varias vueltas a la muyuna, en ningún momento se detuvieron.
Estaban abatidos, lo probaron otras dos veces más, un poco más abajo de la muyuna y un poco más arriba de la muyuna. San Antonio nunca se detuvo. Hacia las diez de la noche, corriente abajo del río uno de los bogas, divisó a lo lejos debajo del gramalote algo parecido a una canoa; efectivamente, era la canoa de don “Potocho” como lo certificó su primo Mishaco. Todos guardaron silencio, mientras una gélida sensación recorría sus cuerpos de la cabeza a los pies. Cada uno imaginó lo peor. Como en sueños recordaron que no era el primero en desaparecer en aquella muyuna. En la canoa no había rastro alguno de la suerte del “Potocho”.
Una vez de vuelta al pueblo con la tristeza en el corazón, Mishaco, pidió a su compadre Puricho que le acompañara a casa del brujo Alshico.

TERCERA SECUENCIA: En el tambo del Brujo.

Mishaco y su compadre Puricho se aseguraron de llevar consigo la ropa del “Potocho”. Una vez que relataron lo que habían realizado hasta ese momento, el brujo Alshico que se encontraba acompañado de su ayudante Hipushima, sugirió con voz solemne realizar la prueba de la Ayahuasca. Los dos hombres asintieron pasar la prueba. En un instante Hipushima trajo todos los ingredientes para la prueba, la olla de barro, los pates, los mapachos, y la corteza de la Ayahuasca. Mientras el banco Alshico icaraba la ropa del desaparecido, en la tushpa con leña de capirona encendieron el fuego y, cuando los gallos empezaron a cantar tenían listo el poderoso brebaje. Para eso ni el compadre Puricho, menos Mishaco habían probado alimento desde la noche anterior. El brujo Alshico les advirtió que tomaran el preparado sin respirar y procurando beberlo todo de un sorbo. Así fue, cada quien tomó lo que le correspondía. Esperaron un rato, mientras dejaban de vomitar a causa del potente brebaje. Mientras vomitaban veían como en sueños unas extrañas apariciones, dos tunchis que se parecían al Sheshita y al Demetrio, ellos habían fenecido el año anterior uno detrás del otro de tanto escupir sangre, ellos acompañaban a uno jorobado, iba con la ropa mojada, pero no se les veía la cara. Vieron muchas otras cosas feísimas, horribles: demonios, shapshicos, boas negras con cabeza de otorongo, tanrrillas gigantes, ardillas voladoras, toda clase de víboras y animales malignos: por último vieron al bufeo colorado con cabeza de anaconda, con zapatos de cahuaras, con brazos de pelejo. Eso fue cuando ya empezaba a clarear el día. Pasaron eternos minutos, hasta que los huacamayos y la chicua se pusieron a cantar entre los árboles, rompiendo la mañana. El brujo movía la cabeza, triste como un renaco sin hojas, miró a Hipushima como para darse valor. Aclarándose la voz, sentenció lentamente: «desde ayer estaba cantando la chicua, ahí nomás daba vuelta, no sabía cual era su mensaje, ahora que la Ayahuasca lo ha confirmado, pobrecito don “Potocho”, está muerto tío Mishaco, está ahogado, el bufeo colorado tenía hambre de gente y se lo llevó a tu primo».
Como perros apaleados Mishaco y su compadre Puricho emprendieron camino de vuelta sin decirse palabra alguna. Salieron una vez más en sus canoas y una vuelta antes de la Muyuna, algunos gallinazos volaban en círculo, era clarito que ahí estaba el muerto. Había rebalsado, ya no tenía tripa, los caneros se lo habían devorado. Recogieron el cadáver y se fueron a velarle en la escuela fiscal de Pahuachiro, ya olía feo.

Pelacaras

El tío Jacinto salió como siempre muy temprano, cuando todavía el día no clareaba rumbo a la cocha Yanayacu. El pequepeque, al principio no quería arrancar, estaba frío, las aguas calmas nada hacían presagiar. Por fin, el motor funcionó y el bote enrumbó hacia la otra banda del gran río Marañón. Mientras maniobraba el bote, el viejo pescador iba haciendo sus cálculos de cuanto necesitaba pescar para su próxima minga, a fin de limpiar su barrial. “En fin, -se dijo-, será lo que haya, Dios dirá. En la mitad del bote, iba atravesada una pequeña canoa que serviría para adentrarse a la cocha, allí dentro iba la flecha, el filudo cuchillo, la red trampera, el remo, un pate, la linterna, el impermeable y un poco de masato que le había preparado la Rosenda con el cariño de siempre.
Por fin, después de dos horas y media de viaje, se vio la trocha de la cocha. Jacinto, atracó en una orilla que parecía propicia para camuflar el bote y el motor.
Una vez acomodados la gamafana con la gasolina en lugar seguro, se puso a empujar la pequeña canoa y los materiales de pesca. En principio sus planes eran tender la red y salir a dar sus vueltas en la cocha, haber si picaba algo. Las horas pasaron, hasta que se percató que no era el único el la cocha. Por su apariencia los que ocupaban otras dos canoas eran jóvenes. Son “shegues”, -se dijo-, porque iban conversando en vez de estar atentos al boqueo de los peces. Pero lo que le llamó la atención era que conversaban en voz baja, como queriendo no ser escuchados. El siguió en lo suyo. Primero fueron algunas sardinas, después una que otra palometa, algunos boquichicos, dos, tres bujurquis, no estaba mal en comparación con otras oportunidades en que el peje escaseaba. No maliciaba nada de nada. Siguió dándole a la flecha y al remo lentamente. Ras de un momento se dio cuenta que esos dos como que le seguían, no se dio por aludido. Ni siquiera me han saludado, pensó.
Distraído en la pesca, cuando ya se disponía a revisar la red trampera para comprobar si había algún pescado, se vio rodeado de los dos jóvenes, parecía que no traían buenas intenciones, estaban nerviosos, comenzaron a insultarlo, en vez de pescadores parecían borrachos, sus ojos rojos y desorbitados, respiraban entrecortadamente, -no dijo nada-, pues, anteriormente nunca les había visto. Total que podían hacerle dos borrachos.
Cual no sería su sorpresa cuando de los insultos pasaron a los golpes con el remo, entonces cayó en la cuenta que debía defenderse. Ya era tarde. Esos malvados le dieron a golpes, hasta dejarle sin sentido. Uno de ellos le propinó el golpe fatal, un tremendo golpe en la nuca que acabó con su existencia.
Rivas y Macahuachi, como si fueran dos expertos matanceros, sin sentimiento de culpa alguna, le sacaron casi quirúrgicamente toda la piel de la cabeza, unos perfectos pelacaras. Viraron la canoa, pasó la oleada de los momentos del forcejeo y la desesperada defensa del viejo pescador. Todo quedó en silencio. Los pájaros entonaron sus tristes cantos del atardecer, los zancudos salieron a buscar sangre en el cuerpo de otros animales, las luciérnagas iluminaban la noche fugazmente. Amaneció y volvió el atardecer. En la cocha todo era silencio, salvo alrededor del cadáver las pirañas y los caneros se quitaban la pitanza de los restos del infortunado pescador.
Mientras tanto, en casa empezaron a afligirse, era raro que no volviera el viejo con los resultados de la pesca. El hijo mayor llamado Julio, comenzó a planear un viaje en búsqueda de su progenitor. Fue a pedir ayuda del primo Dañico. En poco tiempo se sumaron otros tres voluntarios.
Viajaron muy tristes. La primera sorpresa con que se encontraron fue que el bote a la entrada de la cocha estaba muy bien estacionado, todo en orden, motor, combustible, no faltaba nada.
Dañico vio en lo alto unos gallinazos que volaban en círculo, pero no comentó cosa alguna. Por la mente le daban vueltas la conversación que escuchó Rosita al otro lado de la casa, unos jóvenes hablaban de cierta presa que estaba enterita y que por estar en buenas condiciones iba a rendir bastante plata. Al siguiente día desparecieron.
Mientras iban de camino sorteando el barro, las espinas y los pequeños charcos, seguían tristes, nadie se atrevía a pronunciar comentario alguno, lo único que hacían eran fumar cada uno su mapacho. Rodearon la cocha hasta dos veces. Dañico seguía en silencio, no quería decir nada a su primo Julio. Esperó a que uno de los tres acompañantes dijera: ¡Julito, ahí está la canoa! Unos metros más adelante donde los gallinazos, desde hacía mucho, rondaban en lo alto del cielo, estaba el cuerpo horrendamente devorado por los animales del agua. La camisa, el pantalón, todo era del tío Jacinto. La cosa más terrible era que la cabeza estaba pelada, no tenía rostro, tampoco cabello.
Mientras tanto, Julio, no paraba de llorar, se sentó a lamentarse. El traslado y lo demás lo hicieron los amigos que le habían acompañado. Julio no quería mirar nada. Los pelacaras le habían quitado a su padre.

La Gota de Agua

Había sentido en lo profundo de su ser aquel impacto de la caída en la verde explanada de una hoja de Mamey. Era una gota cristalina de lluvia. El viaje había sido largo. El desprendimiento doloroso.

Allí arriba sus oídos captaron repetidas veces que abajo se encontraba la felicidad. De lo sucedido en lo alto, apenas recordaba algunos detalles como uno de sus mejores sueños.
Sí, era una partícula de nube, destinada a ser lo que siempre fue; agua y no gas.
Por un rato sintió terror, sintió pena, sintió ansiedad. Creyó que nunca llegaría a ser feliz.
Sola en aquel inmenso espacio verde de la hoja, hasta que los pájaros se atrevieron a canturrear, pasaron insufribles minutos.
Sobrevino un fuerte viento, los árboles se movían y se golpeaban unos contra otros y las hojas con ellos.

De pronto la gota sintió que empezaba a ser arrastrada en contra de su voluntad, llegó hasta el borde de la hoja y casi sin darse cuenta fue a dar en el mismo tallo del árbol de Mamey, a la altura de la enésima copa.
Mas pronto vio que iba a dar directamente a un callejón sin salida, no podía detenerse, el viento le había empujado muy fuerte.
Esta vez vislumbró su muerte. Experimentó la frustración. Se vio encerrada en un hoyo del árbol.
Llegaron otras gotas. Entonces nuestra gota tuvo la oportunidad de escuchar la historia de cada una.
Eran historias parecidas a la suya, todas buscaban ser felices.
Pasó el tiempo y nuestra gota tuvo que despedirse de sus amigas. El ambiente resultó reducido para tantas gotas, ella que estaba al fondo cayó en la cuenta que una vez más estaba al borde.
Su rostro se iluminó de alegría, se alegró porque ya podía reemprender su viaje. Por el camino se encontró con muchas otras gotas. Algunas veces junto a ellas perdía su color primigenio.
Con alguna de ellas trabajó en forma unida duramente, buscando la felicidad.

Encontró algo de felicidad, pero era una ilusa felicidad.

Un día se apartó, igualmente, de ellas, pues, se creía con suficiente experiencia para poder caminar sola. Se sintió fuerte, se sintió grande. Sin embargo, una vez más experimentó la terrible soledad.
Caminaba y caminaba hasta el cansancio, nadie le daba una voz de aliento.
Hacía mucho tiempo que se había desprendido del árbol. Se arrepintió de su egoísmo, se arrepintió de su soberbia, se arrepintió de su pretendida autosuficiencia y decidió unirse nuevamente a otras gotas.

Esta vez, una lluvia que se prolongó por dos días pobló su entorno de gotas. Algunas de ellas habían vuelto a ser nubes y ahora eran nuevamente gotas.
Nuestra gota se admiraba de todo ello. Se juntaron todas las que quisieron hasta formar una corriente, una pequeña corriente de agua.
Viajaron largamente, pasaron muchos árboles, algunas gotas murieron, otras fueron absorbidas por un sediento animal.
Nuestra gota continuó su caminar, hasta que fue a dar a un gran río.

Desde entonces su felicidad fue total. Ya nunca temió la muerte, ni el fracaso.



1. ¿Cuál crees que es el mensaje de este cuento?
2. ¿De qué manera la unión es básica para todo grupo humano?
3. ¿A qué nos compromete el pertenecer a un grupo humano?


“Este cuento está inspirado en el cuento
de la muñeca de Sal)