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viernes, 8 de octubre de 2010

Pelacaras

El tío Jacinto salió como siempre muy temprano, cuando todavía el día no clareaba rumbo a la cocha Yanayacu. El pequepeque, al principio no quería arrancar, estaba frío, las aguas calmas nada hacían presagiar. Por fin, el motor funcionó y el bote enrumbó hacia la otra banda del gran río Marañón. Mientras maniobraba el bote, el viejo pescador iba haciendo sus cálculos de cuanto necesitaba pescar para su próxima minga, a fin de limpiar su barrial. “En fin, -se dijo-, será lo que haya, Dios dirá. En la mitad del bote, iba atravesada una pequeña canoa que serviría para adentrarse a la cocha, allí dentro iba la flecha, el filudo cuchillo, la red trampera, el remo, un pate, la linterna, el impermeable y un poco de masato que le había preparado la Rosenda con el cariño de siempre.
Por fin, después de dos horas y media de viaje, se vio la trocha de la cocha. Jacinto, atracó en una orilla que parecía propicia para camuflar el bote y el motor.
Una vez acomodados la gamafana con la gasolina en lugar seguro, se puso a empujar la pequeña canoa y los materiales de pesca. En principio sus planes eran tender la red y salir a dar sus vueltas en la cocha, haber si picaba algo. Las horas pasaron, hasta que se percató que no era el único el la cocha. Por su apariencia los que ocupaban otras dos canoas eran jóvenes. Son “shegues”, -se dijo-, porque iban conversando en vez de estar atentos al boqueo de los peces. Pero lo que le llamó la atención era que conversaban en voz baja, como queriendo no ser escuchados. El siguió en lo suyo. Primero fueron algunas sardinas, después una que otra palometa, algunos boquichicos, dos, tres bujurquis, no estaba mal en comparación con otras oportunidades en que el peje escaseaba. No maliciaba nada de nada. Siguió dándole a la flecha y al remo lentamente. Ras de un momento se dio cuenta que esos dos como que le seguían, no se dio por aludido. Ni siquiera me han saludado, pensó.
Distraído en la pesca, cuando ya se disponía a revisar la red trampera para comprobar si había algún pescado, se vio rodeado de los dos jóvenes, parecía que no traían buenas intenciones, estaban nerviosos, comenzaron a insultarlo, en vez de pescadores parecían borrachos, sus ojos rojos y desorbitados, respiraban entrecortadamente, -no dijo nada-, pues, anteriormente nunca les había visto. Total que podían hacerle dos borrachos.
Cual no sería su sorpresa cuando de los insultos pasaron a los golpes con el remo, entonces cayó en la cuenta que debía defenderse. Ya era tarde. Esos malvados le dieron a golpes, hasta dejarle sin sentido. Uno de ellos le propinó el golpe fatal, un tremendo golpe en la nuca que acabó con su existencia.
Rivas y Macahuachi, como si fueran dos expertos matanceros, sin sentimiento de culpa alguna, le sacaron casi quirúrgicamente toda la piel de la cabeza, unos perfectos pelacaras. Viraron la canoa, pasó la oleada de los momentos del forcejeo y la desesperada defensa del viejo pescador. Todo quedó en silencio. Los pájaros entonaron sus tristes cantos del atardecer, los zancudos salieron a buscar sangre en el cuerpo de otros animales, las luciérnagas iluminaban la noche fugazmente. Amaneció y volvió el atardecer. En la cocha todo era silencio, salvo alrededor del cadáver las pirañas y los caneros se quitaban la pitanza de los restos del infortunado pescador.
Mientras tanto, en casa empezaron a afligirse, era raro que no volviera el viejo con los resultados de la pesca. El hijo mayor llamado Julio, comenzó a planear un viaje en búsqueda de su progenitor. Fue a pedir ayuda del primo Dañico. En poco tiempo se sumaron otros tres voluntarios.
Viajaron muy tristes. La primera sorpresa con que se encontraron fue que el bote a la entrada de la cocha estaba muy bien estacionado, todo en orden, motor, combustible, no faltaba nada.
Dañico vio en lo alto unos gallinazos que volaban en círculo, pero no comentó cosa alguna. Por la mente le daban vueltas la conversación que escuchó Rosita al otro lado de la casa, unos jóvenes hablaban de cierta presa que estaba enterita y que por estar en buenas condiciones iba a rendir bastante plata. Al siguiente día desparecieron.
Mientras iban de camino sorteando el barro, las espinas y los pequeños charcos, seguían tristes, nadie se atrevía a pronunciar comentario alguno, lo único que hacían eran fumar cada uno su mapacho. Rodearon la cocha hasta dos veces. Dañico seguía en silencio, no quería decir nada a su primo Julio. Esperó a que uno de los tres acompañantes dijera: ¡Julito, ahí está la canoa! Unos metros más adelante donde los gallinazos, desde hacía mucho, rondaban en lo alto del cielo, estaba el cuerpo horrendamente devorado por los animales del agua. La camisa, el pantalón, todo era del tío Jacinto. La cosa más terrible era que la cabeza estaba pelada, no tenía rostro, tampoco cabello.
Mientras tanto, Julio, no paraba de llorar, se sentó a lamentarse. El traslado y lo demás lo hicieron los amigos que le habían acompañado. Julio no quería mirar nada. Los pelacaras le habían quitado a su padre.

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