Corría el invierno selvático que no está asociado a nieve, ni a frío. Más bien se refiere a que los ríos suben de caudal y casi todo está inundado.
Los cazadores salieron como de costumbre a buscar alguna presa para capturarla y añadirla a la despensa familiar.
Pedro llevaba dos perros cazadores.
La selva estaba de llena del canturrear de las aves, por momentos se volvía silenciosa.
Prácticamente no había muchas esperanzas de poder cazar algo aquella mañana. En un momento pasaron por un puente improvisado, y los habitantes de aquel pantano percibieron la presencia de extraños y comenzaron a dar vueltas y saltos por uno y por otro lado, eran anguilas gigantes, nunca antes vistas.
Los cazadores que eran dos, siguieron su camino por caminos inhóspitos. Para no perderse el guía iba quebrando las ramas de los arbustos.
Los perros seguían con su trabajo, olisqueando por uno y otro lado. Nada hacia presagiar que alguna presa surgiría. De pronto, los ladridos cambiaron de tono, el cazador guía sabía que habían encontrado algo.
Sigilosamente los cazadores caminaron hasta donde estaban los perros. Aparentemente no había nada.
- Un armadillo, dijo Pedro.
- Sí, pero no hace la menor bulla, acotó Daniel.
Los perros, ahora, escarbaban debajo de un árbol caído. La sorpresa fue grande, era una pobre tortuga aplastada por aquel inmenso árbol no se sabe cuando.
Ayudado por un machete, Pedro, comenzó a cavar en torno a la tortuga. Por fin salió, pero, más grande fue la sorpresa cuando aquella tortuga tenía el lomo deformado.
- Algo es algo, dijo Daniel.
- Claro, sentenció Pedro.
La tortuga parecía sentirse liberada después de años. Sin embargo, otra era verdaderamente su suerte.
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